Más de la mitad de mi cuerpo es agua, el globo terráqueo no es sino un gran lago redondo con pequeñas islas perdidas. Mi ropa, a principios de junio, no tiene que envidiar esa riqueza líquida a gran escala porque absorbe tanto como puede la humedad del escenario por el que transito. Vivo en una ciudad nebulosa, sometida a un bombardeo de lágrimas celestiales. Llueve…llueve sobre mojado. La urbe ha vuelto a los grises y fríos y a las melenas con cardado. Pero me gusta ver llover desde la ventana, me gusta esconderme debajo de los balcones y que los cinco minutos de agua me pillen sola por la calle. Me gusta saber que llueve si he visto al campo pedirlo, la sonrisa del agricultor que la rezó. Me gusta saciar mi sed y el tacto del agua en la bañera. Pero tan deseada como rechazada cuando ahoga, cuando inunda, cuando mata o cuando sobra. Son días bajo la lluvia, ojalá se hubiese quedado solo en eso. Pero nuestras tormentas son de claro oscuro, sombras invisibles de lo bonito y lo que daña. Ahora sé que llueve por el collage a gotas de los cristales y, entre tanto, otros perdieron su refugio.
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