miércoles, 16 de junio de 2010

La eterna tortura de Moacyr Barbosa

NATXO UGARTE BARAKALDO

Desde que el fútbol naciera como deporte no se recuerda que una persona pagase un precio tan alto por encajar un gol como el que fue obligado a saldar Moacyr Barbosa.

Moacyr Barbosa fue uno de los mejores porteros de la historia del fútbol. Hoy nadie lo conoce. Pero así fue. Su amplio palmarés le avala. Barbosa era reconocido en los años 40 como el mejor arquero de su tiempo. Defendió prácticamente durante toda su carrera la portería del Vasco de Gama, y aún hoy, es el jugador que más títulos ha conquistado con la ‘cruzmaltinha’. Pero su vida dio un vuelco de 180 grados en el estadio nacional de fútbol “Jornalista Mario Filho”, más conocido como Maracaná, precisamente el mismo que le vio encumbrarse al olimpo del fútbol mundial.

El 16 de julio de 1950, Maracaná albergaba desde las 10 de la mañana 250.000 almas para presenciar el último partido del Mundial Brasil’50. Por aquel entonces, no existía el formato de semifinales y final, sino que los cuatro semifinalistas (Suecia, España, Uruguay y Brasil) se medían en una liguilla a partido único para resolver el vencedor. El azar quiso que el último partido lo disputasen los dos mejores equipos del torneo, y del cual saldría el campeón del Mundo: Uruguay y la anfitriona Brasil.

La Canarinha, había logrado la etiqueta de gran favorito, porque además de ser el anfitrión del torneo, había goleado por 7-1 a Suecia, y 6-1 a España en los dos primeros partidos de la fase final, mientras que Uruguay había cosechado unos discretos resultados al imponerse a los suecos 3-2 y empatar a dos tantos contra los españoles. Por tanto el campeón se determinaría en el último partido entre los dos combinados sudamericanos, ya que España, quien se había clasificado gracias al gol de Zarra (foto), perdió todas sus opciones de hacerse con el título al caer derrotado ante Suecia.



Debido a que Uruguay había logrado 4 de los 6 puntos disputados y Brasil había sumado los 6 al solventar positivamente sus dos encuentros, a los ‘cariocas’ les bastaba un simple empate frente a los ‘charrúas’ para alzarse la Copa Jules Rimet (antiguo nombre de la Copa del Mundo).

A las 15.30 horas dio comienzo el encuentro ante un país enfervorizado que llevaba varios días festejando la más que segura victoria de la ‘canarinha’. Muchos periódicos tenían ya preparadas las portadas del día siguiente y las calles estaban predispuestas y adornadas con carrozas para recibir a los once héroes brasileños. Estaban previstos una serie de eventos (fuegos artificiales, grandes celebraciones, felicitaciones de los altos mandos de la nación...) y además, se iba a conceder un día de fiesta nacional por la consecución del campeonato del mundo.

Brasil vivía en un tremendo éxtasis. Una euforia que estalló por completo cuando a las 16:32, apenas comenzada la segunda mitad, Albino Friaca anotaba el primer gol de la final, poniendo a su selección con más de pie y medio en la cumbre mundial del fútbol. En ese momento el capitán uruguayo Obdulio Varela, apodado ‘El Negro Jefe’ (foto), en un alarde de liderazgo, recogió el balón de las mayas y lo guardó bajo su axila derecha, entre su brazo y su cuerpo, como si quisiera protegerlo del clamor popular, como si intentase tranquilizarlo por la tempestad que se avecinaba, y a paso firme, fue ungiendo de moral y ánimo uno por uno a todos sus compañeros.

Tras la reanudación, el equipo celeste, crecido gracias al aliento de su capitán, se volcó al ataque, y a falta de 23 minutos para el final del encuentro, ‘el Diablo’ Schiaffino, jugador del Peñarol de Montevideo, conjugaba con Alcides Ghiggia por la banda derecha y colaba el balón en la escuadra izquierda del arquero carioca, Moacyr Barbosa (foto).

Todo Maracaná, se sumió en un gran silencio, pero a los pocos segundos siguieron los cánticos y los festejos, porque Brasil, pese a agotar su margen de error seguía siendo campeona del Mundo. No obstante, 13 minutos más tarde, Ghiggia de nuevo, recibió el balón en la banda derecha, junto a la línea de cal y tras recorrer 40 metros sorteando jugadores amarillos, se plantó dentro del área. Barbosa, con la jugada del gol de Schiaffino aún en mente, se apresuró a tapar el más que posible pase de la muerte al nueve carioca, tal y como había sucedido 13 minutos antes. Sin embargo, Ghiggia, prácticamente sin ángulo, ejecutó un milimétrico disparo entre el defensa local Bigode y el poste de Barbosa, sin que este pudiera hacer nada (foto).

Maracaná y todo Brasil enmudecieron y se ahogaron en un silencio temperamental. Un silencio tan profundo que cuando ocurre, los oídos pitan, los latidos del corazón descienden, y una sensación de vértigo recorre el cuerpo. Esta sensación hace que un nudo atasque la garganta e impida que el aire llegue a los pulmones. Entonces el corazón deja de bombear sangre durante unos segundos y comienza a manar chorros de decepción y angustia. Estos segundos se convirtieron en 50 largos años para Moacyr Barbosa.

Barbosa fue el gran infectado. Fue señalado y humillado por todo su país. Brasil nunca le perdonó aquel último gol de la final, algo que le condenó de por vida. La vida de Barbosa se convirtió en un verdadero infierno de la noche a la mañana. Bastaba con que entrara a una panadería, para que todos los clientes huyeran como si hubieran visto a un fantasma. Sobre ésta y otras reacciones, Barbosa aseguraba que si no hubiera aprendido a contenerse cada vez que la gente le despreciaba, "habría terminado en la cárcel o en el cementerio". También recordaba el hecho más triste de su condena futbolística. “Fue una tarde de los años ochenta en un mercado. Me llamó la atención una señora que me señalaba mientras le decía en voz alta a su hijo: 'Mirá, ese es el hombre que hizo llorar a todo Brasil'".

Moacyr Barbosa trabajó durante más de veinte años en el lugar que le sepultó en el mundo futbolísico. Fue empleado en las oficinas de Maracaná, y de premio a su excelente labor y debido a que se acercaba una gran remodelación en el estadio, su jefe le ofreció los dos palos y el travesaño del fatídico arco que le mató en vida. Regalo que el portero no despreció. Convocó a sus amigos, y ante tanta expectativa creada, juntó un bidón de nafta y con un encendedor, prendió fuego a su simbólica “guillotina”. De esa forma el arquero pensó que eliminando a su testigo más cercano, podría exorcizarse del mote de “mufa” que le atribuyeron algunos, pero nada más lejos de la realidad.

En 1993 fue expulsado hostilmente (de manos del entonces segundo entrenador de Mario Zagallo), de una concentración de la selección brasileña, a donde Barbosa había acudido para desear suerte a los jugadores que luego ganarían el Mundial de USA´94. Poco antes de morir dijo desconsolado: “En Brasil, la pena mayor que establece la ley por un matar a alguien es de 30 años de cárcel. Hace casi cincuenta que yo pago por un crimen que no cometí y yo sigo encarcelado”. Otra frase que se le escuchó en sus últimos días fue: “No jugué yo sólo, éramos once”.


Barbosa falleció el 7 de abril del 2000, aislado y pobre. Quien fuera el mejor portero de su tiempo murió sólo. A su entierro asistieron a penas 50 personas, entre familiares y amigos, y no hubo ningún representante del fútbol carioca. Al día siguiente uno de los diarios más importantes de Brasil sintetizó la vida del guardameta en el título: “La Segunda Muerte de Barbosa”.

1 comentario:

Quentin Powell dijo...

Solo dos correcciones: En ese tiempo el uniforme de los brasileros era blanco, por lo que no se justifica llamar al equipo como 'la canarihna'; despues de esa final nunca más la usaron. Los puntos de Brasil eran 4 y los de Uruguay eran 3, antes de aquella final, en aquel entonces y hasta los 90, se obtenian solo dos puntos por partido ganado y uno por empatado.