jueves, 10 de junio de 2010

...ramera...

Ana García Echevarría

Nuestro lenguaje sexista es así de sencillo. Los calificativos que adjudicamos a hombres y mujeres reflejan estereotipos de unas y otros y la semántica puede cambiar el sentido de un término según a quien se refiera. Lo que nos gusta es cojonudo, lo que no, un coñazo. El zorro sigue siendo un héroe...la zorra una "ramera". Este vocablo en concreto y en castellano aparece registrado por vez primera a finales de siglo XV. Es ejemplo La Celestina (1499) de Fernando de Rojas. “Esta mujer es marcada ramera, según tu me dijiste, cuanto con ella te pasó has de creer que no carece de engaño. Sus ofrecimientos fueron falsos y no sé yo a que fin”. El que hoy es sinónimo de tantos, insulto hacedero a cualquier nombre de mujer, tiene su historia. Nos reubicamos en los finales de la Edad Media española. Por entonces se había asentado la costumbre de colgar un ramo en la puerta de entrada a las tabernas, con el inocente propósito de exteriorizar que aquella no era la entrada a una vivienda particular. Una llamada a los clientes cuanto menos natural. La sociedad de la época empezaría, por esta razón, a hacer uso de una palabra que, a sus oídos, sonaba más púdica que la tradicional “prostituta”, para referirse en exclusiva a las féminas que se dejaban caer por aquellos lugares de preferencia masculina. Lo leí hace ya algún tiempo, en el escondite digital de las letras de Isa, una de esas grandes personas. Es solo una parte fea de la herencia que le quedó a nuestro diccionario. Así consta para la Real Academia de la Lengua. “Ramera (de ramo): mujer cuyo oficio es la relación carnal con los hombres”. Y así, nuestra sociedad del avance se quedó atrapada en el pasado. Nuestra superación, como únicos responsables de los pasos hacia delante, sigue perpetuando prejuicios sexistas, pero...¿y si lo dejo caer?.

Imagen: Prostíbulos de Storyville (Nueva Orleans, Estados Unidos, hacia 1912), fotografía de E. J. Bellocq.

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