Tras varios días sin saber sobre que podría quejarme, hoy me he topado por milésima vez con una cabina toca narices. A lo largo de los años he ido desarrollando una rabia contenida hacia los teléfonos públicos para nada infundada. Por un lado está el timo que supone que dos euros te den para unos minutos muy muy escasos al teléfono, tiempo mucho más reducido si dicho teléfono se encuentra dentro de una cafetería o un centro comercial. Por otro lado está el hecho de que en algunas zonas parezca que las cabinas han sido exterminadas y que en otras estén ocho juntas ahí muertas de la risa. Por si fuera poco, en esas zonas desiertas, después de caminar al menos un cuarto de hora para encontrar el teléfono, ves luz al final de túnel y piensas, ¡esta es la mía!, pero llegas a tu destino y resulta que el maldito aparato no funciona, o si que funciona, pero está destrozado por algún energúmeno que odia cualquier tipo de medio de comunicación.
Al final, ya con las narices dilatadas, consigues encontrar esa cabina dorada por el sol (aunque seguro que llueve a cántaros, pero las cabinas cerradas de antaño ya no se llevan), y metes tu dinero, al menos un euro si pretendes hablar un periodo de tiempo decente, dos para poder entablar conversación (solo entablar, no os creais), y resulta que tu gozo se cae en un pozo cuando llamas y nadie descuelga (seguramente porque llamas con más de media hora de retraso), y la cabina mágica hace desaparecer tu dinero. Sabemos que si metes un euro y milagrosamente te sobra algo nadie te lo devuelve, pero que no llegues a llamar y pagues por ello, eso es la leche.
Cuando por cualquier motivo me toca tirar de la cabina para contactar con alguien, yo ya me pongo a temblar, y es que cuando se trata de cuidar el mobiliario urbano nos cuesta un huevo, pero cuando se trata de recaudación... nos cuesta dos.
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